“El escéptico intratable, atrincherado en su sistema, nos parece un desequilibrado por exceso de rigor, un lunático por incapacidad de divagar. En el plano filosófico no hay nadie más honesto que él: pero su misma honestidad tiene algo de monstruoso”. Percibe el engaño y la imbecilidad que supone la acción febril de los otros, pero no puede desentenderse de la misión que lleva como un estigma.
“El pesimista debe inventarse cada día nuevas razones de existir: es una victima del sentido de la vida”. De manera semejante, el escéptico es una victima de la búsqueda de certezas, de la voluntad de verdad; el eclecticismo, la ironía o la simple pereza intelectual son imposibles para él. Abandonado a sí mismo, una vez extinguida la eventual pasión por la destrucción de las ficciones e imposturas: “...el escéptico obsecuente, obstinado, ese muerto-vivo, termina su carrera en una derrota sin analogía con ninguna otra aventura intelectual”. Frente a la exasperación de su vacuidad, su distancia del resto de los hombre, él, que no puede creer en nada, ve reducida su existencia a la esterilidad del vacío: (el escéptico alcanza)”...una liberación sin salvación, preludio a la experiencia integral del vacío a la que se acerca por completo cuando, después de haber dudado de sus dudas, acaba por dudar de sí mismo, por menospreciarse y detestarse, por no creer ya en su misión de destructor”. Cioran señala que al lado del escéptico “ortodoxo” existe otro “herético”. Éste, que también ha experimentado la suspensión del juicio y de las sensaciones, trasmuta el entumecimiento aniquilado en una sensación de vacío triunfal. Si el escéptico ortodoxo, clavado en la duda para siempre, sólo podía aspirar a la disolución y el anonimato, el herético hará de la indeterminación alcanzada ocasión de singularizarse. Este nuevo modelo salta sobre el escepticismo y cristaliza su búsqueda febril de certezas, su deriva implacable, en misticismo, pues ahora puede: “...abrirse a experiencias de un orden diferente, sobre todo a las que los espíritus religiosos que utilizan y explotan la duda, la convierten en etapa, en un infierno provisional pero indispensable, para desembocar en el absoluto y anclarse en él”. Esto sucede en la medida que la experiencia del vacío abre paso a la conciliación con un ser primordial; un acontecimiento místico, dado que son sólo evidencias extra racionales, surgidas del apetito desorbitado por lo real.
Pero existe aún otra derivación posible para la figura del escéptico. Luego de transitar por cierto tiempo el dudar, el escéptico suele creerse menos ingenuo. Ve a los otros como torpes mortales engañados, poseedores de una intensidad vital limitada, pues no han tenido la “experiencia capital acerca de los hombres y las cosas”. El escéptico conserva la ilusión de pensar que no tiene ninguna ilusión, se siente de vuelta de todo, alejado de los hombres a quienes desprecia. Así, se muestra en una actitud patética, pues la soberbia supone asumir una última pero definitiva certeza en la que descansará su yo más íntimo. Esta actitud representa lo que el escéptico implacablemente se impidió de realizar, una toma de posición respecto de las cosas, una última tentación, que ahora es un decir no al mundo, un decir sí a su vanidad: “ La clarividencia de la que presume es su propio enemigo (...) será su esclavo, prisionero en el umbral de su liberación, amarrado para siempre a su irrealidad”.
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