Yo estaba rígido y frío, era un puente tendido sobre un abismo, a un lado tenía hundidas las puntas de los piés, al otro las manos, los dientes los tenía clavados en una tierra arcillosa y quebradiza. A mis costados aleteaban los faldones de mi levita. En lo hondo rugía el gélido arroyo de truchas. Ningún turista se aventuraba hasta aquellas abruptas alturas, el puente todavía no estaba registrado en ningún mapa. Me encontraba así tendido, esperando; tenía que esperar; un puente, una vez construído, no puede dejar de ser puente sin derrumbarse. Una vez, hacia el atardecer, no sé si sería el primero o quizá el milésimo, nis pensamientos, enmarañados giraban y no paraban de girar.; era verano, el murmullo del riachuelo sonaba más grave, y hacía el atardecer oí los pasos de un hombre. Hacía mí, hacía mí. Tiéndete puente, ejerce tu función, madero sin pretil, sostén que te ha sido encomendado, compensa con toda delicadeza las irregularidades de su paso, pero si se tambalea, date a conocer y arrójalo a tierra como un dios de las montañas. Legó, me tanteó con la punta metálica de su bastón, con ella me recogió los faldones de la levita y los plegó sobre mi espalda, metió la punta en mi hirsuta cabellera y la dejo allí largo rato, seguramente mientras oteaba los alrededores. Pero luego -yo ya estaba siguiéndolo en sueños por montañas y valles- saltó encima de mi cuerpo con los dos piés. Me estremecí presa de un dolor atroz sin entender nada. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un exterminador? Y me dí la vuelta para verlo. !Un puente que se da la vuelta! Aún no había acabado de girarme cuando me derrumbaba, me derrumbaba y ya estaba destrozado y atravezado por los guijarros afilados que siempre me habían contemplado tan plácidamente desde el agua embravecida.
Franz Kafka
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